Se despertó sin saber apenas quién era. Se miró al espejo y advirtió vagamente el reflejo dormido de un rostro extraño. Cerró los ojos de nuevo, miró dentro de sí, y no logró distinguir más que sombras.
La claridad de la habitación se hizo cada vez más evidente y el lejano canto de unos pájaros, interrumpió su meditación. Miró a su alrededor y todo le pareció vacío, sin vida. Cada instante se tornaba más doloroso. El paso inevitable del tiempo rasgaba lentamente su piel.
Comenzó a pensar en su existencia, en todas las cosas buenas que nunca hizo y en el pasado que ataba su vida a un montón de hechos desagradables y obscenos. De pronto vino a su mente la niñez, una etapa oscura donde sufrió en las partes más sensibles de su cuerpo la presencia hostil y despiadada de un alguien malvado que calló su llanto inocente con un golpe seco. Ahí empezó todo, en ese instante comenzaron a confundirse sus emociones y a trocarse sus puros sentimientos en odio y rencor desmedido. Ese alguien malvado quedó clavado en su mente para siempre. Nunca logró dormir profundamente sin que su rostro indigno riera estrepitosamente en su cabeza.
Después vino la adolescencia, una etapa escandalosa y rebelde, llena de sollozos a solas y resfriados después de pasarse la noche debajo de un aguacero pensando en todos aquellos que la llamaban: LOCA. Horas enteras tratando de recordar algo bueno, cuando solo su mente estaba cundida de errores y reproches. Preguntándose por qué no tenía amigos, ni nadie que le diera amor.
Y aquí está, en esta habitación descuidada y con escasos muebles, perdiendo el tiempo y volviéndose a mirar en el espejo. La soledad abarca cada espacio. Encima de una mesa, están esparcidas todo tipo de pastillas extrañas y colillas de cigarros apagados. Una botella vacía tirada en el suelo es lanzada con una patada hacia un rincón. Un suspiro escapó de sus labios. Los ojos verdes se volvieron cristales y una lágrima débil se deslizó por el rostro afligido de aquella joven de cabellos negros y rizados. De pronto lloró desesperadamente, sin saber apenas por qué. Pensaba en el amor, en ese sentimiento que nunca había abrazado su corazón, pensaba en el deseo que tenía de estar acompañada por alguien que la cuidara, y pensaba también en aquel joven que una vez vio pasar y que llevaba en la mano, un libro de Benedetti. Pensaba en lo feliz que sería si aquel muchacho la hubiera mirado alguna vez, si hubiera cruzado palabras con ella. Se sintió rechazada, aislada del mundo, enterrada en el olvido, relegada al infierno y desterrada del cielo. Se sintió sucia, se sintió vacía.
Se levantó indecisa, con los ojos apagados y caídos. Abrió lentamente la puerta del balcón. En la ciudad todo seguía su rumbo y ella estaba allí, desenfocada por completo del panorama. Apoyada en la baranda, cerró los ojos para sentir como el viento golpeaba su rostro pálido. Pensó de nuevo y se inclinó hacia delante, levantándose lentamente. Abajo, pocas personas. Era temprano. Pensó de nuevo en su vida oscura y pensó en aquel muchacho que leía poesías. En medio de su letargo se dejó caer. Su cuerpo pareció pesar aún más y se esfumó de pronto la esperanza. Comenzaron a salir los vecinos y a lo lejos se oyó una ambulancia que no tenía ningún afán por llegar. Yacía en la hierba, con los ojos verdes abiertos y vacíos, el cabello todo despeinado y el color negro suspendido por el rojo de la sangre que brotaba de alguna parte de la cabeza. El cuerpo inerte e inmóvil ya no tenía vida.
Una multitud de personas rodeaban el cadáver. Todos daban opiniones, pero parecían no lamentar aquella pérdida. Alguien dobló la esquina. Un joven de rostro claro y ojos soñadores. Bajo el brazo, un libro de Benedetti y en la mano una flor. Se acercó despacio y sus ojos se llenaron de una sensación indescifrable. Algunos reían y otros murmuraban. El solo observaba y en su interior parecían desgarrarse los sueños. La miró a los ojos y pensó que era hermosa y que lamentaba no haberla podido amar. Pensó también que toda ella era lo que él siempre había deseado de una mujer y de pronto sintió como que en algún espacio del tiempo se hubieran conocido. Suspiró y se alejó despacio, iba pensando en ella, sin darse cuenta dejó caer la flor. Ella seguía allí, muerta, pero inexplicablemente sus ojos brillaron por primera vez.
Milena Almira Alvarez